jueves, 29 de mayo de 2014

Nombres pero no voces

…la palabra del Monstruo. Estas orejas la escucharon, gordeta, mismo como todo el país, porque el discurso se trasmite en cadena.
La fiesta del monstruo, de J.L.B. y A.B.C.



Leo los homenajes, los obituarios. Después de cuatro o cinco notas soy capaz de predecir las fórmulas de cierre, aquellas citas escogidas. Colecciono artículos que superen esa intrascendencia lacrimógena; repaso a veces el de Bolaño sobre Cela y los de Pauls (otro nombre en mi lista), escritos cuando murió Fogwill, ahora que ha muerto el Monstruo. Me interesa esta última despedida, me interesa la escritura que practica en estas situaciones límite, porque donde otros utilizan el espacio para, una vez más, inventariar detrás de la muerte imposibles superlativos, para acercarse a esa estela de éxito e inmortalidad, Pauls se define en completa oposición a ella. Más que en su ocurrencia final (que el legado del Boom es periodístico), ya vieja dentro de lo que es o puede llamarse crítica Pauls, pienso en la declaración “nadie en el mundo escribe hoy en esa huella”. En el espacio que, pese a lo categórico de la negativa, abre en contraposición a la clausura preparada por las efusiones obligatorias.

¿Quién sabe cómo era la escritura del Monstruo? Las explicaciones, invariablemente, reproducen algo de ella sólo en lo que concierne a la desmesura y a cierto gusto falso, metálico detrás de las palabras. Uno lee que “tenía una visión sinfónica de la escritura, en cada párrafo conseguía una sonoridad que lograba el efecto de una danza irresistible.”, o que “Rey Midas de las letras hispanoamericanas, supo encontrar, tras largos años de ejercicio periodístico, a mediados de los años sesenta, un estilo inconfundible, lleno de fuerza y sensualidad, de gracia y bonhomía.” Páginas y páginas que no dicen nada. O sí. Dicen que el nombre del Monstruo fue usado de cualquier manera posible (para vender libros, justificar fugaces movimientos que buscaban, por sobre todas las cosas, vender libros, fingir una disidencia triste), salvo con el fin de erigir una escritura que le responda. Tal vez Pauls haya comunicado, en realidad, una certeza. A nadie le importa el legado del Monstruo, nadie sabe cuál es. Sirve para abrir escuelas, bibliotecas y concursos de cuentos. Pero es agotador pensar en él, no digamos ya releerlo. Esa es la escuela del decoro y la distancia. Sus egresados hablarán bien del prócer en circunstancias límites, como la visita al país donde nació, pero siempre queriendo decir algo como “no es un escritor que me interese”. Hay que ser educados, conservar la calma, las formas.


Otra línea posible, la más fructífera, es la burócrata. Una vez ido el Monstruo, nos quedamos con los hacedores del mito. A ellos no es necesario pedirles una opinión, porque ya tienen listas frases-contratapa como: “…en estas repúblicas recientes, él fue nuestro Homero, el que escribió las sagas fundadoras de nuestra historia real e imaginaria.” Los nombres de estos juglares no importan, porque tras ellos hay cientos que repiten lo mismo en formas aún más delirantes. Sus emotivas confesiones (“No ha pasado un solo año desde entonces sin que lea un libro suyo, y más bien diría que cada uno de estos 30 años he leído o releído dos o más de sus libros.”) y experiencias junto a él nada significan, nada hay en ellas que no esté filtrado por la peor obsecuencia; aquella que halaga y acto seguido encuentra en la naturaleza de ese halago una suerte de auto-justificación. No dicen, los hijos del Monstruo, qué es lo que han visto en esas relecturas, no comparten con el imberbe lector las claves secretas del milagro. Es así, y punto. Es Homero, es el Padre, es Cervantes y Shakespeare. Porque lo digo yo. Como cualquier militante sabe, la pasión no se explica. Se propaga, se inocula. No hay mejor momento para ser fanático que el presente, eso también pertenece al saber popular.

Decir que el sueño terminó, la desganada enseñanza de Pauls, puede ser una idea insoportable para quien la reciba desde las infinitas y cómodas estancias que colindan con la literatura. Es decir, para aquellos cuya relación con ella esté mediada no por una obsesiva necesidad de saber, no por un compulsivo anhelo de ser otro, no por una recurrente inquietud sobre el misterio de la voz popular y los giros del decir. Para aquellos, sugiere Pauls, que precisan y esperan de toda obra nada menos que una inmediata legibilidad, acompañada, como es habitual, del aplauso unánime.

El solitario artículo de Pauls practica un arte que el Monstruo se dedicó a eludir durante casi toda su carrera: la impopularidad. Y esa sola decisión, el ir en contra, es un gesto de modernidad aislado entre el tiempo anacrónico que la última muerte del Monstruo, como antes su vida, logró imponer en lectores, transeúntes, estudiantes y columnistas pagos. “Nadie en el mundo escribe hoy en esa huella”, releo. ¿Cuánto se esconde tras una frase?

Queda el fantasma de la influencia. Una influencia rara, relacionada con el prestigio, con cierto saber promoverse, cierta pintoresca y rastrera latinoamericanidad. Y la obra del Monstruo, su único libro que resplandece e ilumina por contigüidad a los otros, será usada como ejemplo, advertencia, ingrata comparación, dudoso elogio, hasta que alguien descubra las obras ya escritas o futuras con qué pagar esa deuda generacional. En mi caso, el Monstruo fue (no ha sido, fue) una presencia velada, lejana. Un nombre grabado en bronce, sí, pero nunca una voz. Como pocas veces antes, puedo decir que no me siento solo afirmándolo.



domingo, 27 de abril de 2014

El placer también demacra


"You guys are great – but be prepared, because they're going to hate it in Hollywood... because it's about them."
Martin Scorsese a Steven Bauer en la première de Scarface (1983)

No. No percibo auto-homenajes, ni debilidad. Scorsese ha sido siempre, para mí, el ojo que ve, pero también (sobre todo, sería mejor decir), el que distrae. Tenemos, entonces, decenas de respetables críticos escandalizados por las drogas, por la vela derramando gotas sobre la espalda conocida, por la enumeración del hedonismo. Habría que analizar esa brecha, ¿no?, que viene abriéndose desde el inicio de la carrera de Scorsese, entre ésta y el reconocimiento de la Nada para Casino. Nada para The King of comedy. Nada para Bringing out the dead. ¿Quién se acuerda, esta noche, de Joe Pesci?, ¿Quién de Catherine Scorsese? Uno podría pensar a The Departed como una concesión; su mano, muy blanca, muy pequeña, extendida hacia el gran jurado. ¿No era ese el mensaje de Coppola, Lucas y Spielberg entregándole el premio? Leyendas que no hacían (y salvo Munich, podría decirse que siguen sin hacer) una buena película en décadas. Una estatuilla dorada como palmada amistosa; “Por fin has entendido, italiano terco, de qué se trata este negocio.” Y él sube, con esas cejas enormes. Sube y  “Oh, i’m so moved.” Sube y cuatro años después hace Shutter Island, que prefirieron ignorar. Al año siguiente sale Hugo; vuelve a ser nominado, porque al parecer logró comprender la progresión Jaws - E.T. Martin Scorsese distrae. Hace tiempo. The Wolf of Wall Street, ¿qué era? Un alarde de voluntad. Una prueba de su inusual capacidad, no para cambiar, sino para seguir siendo.
industria. A Tarantino, eligen, a Spielberg. A Tom Hanks, con su boca abierta, su voz temblorosa de sureño que no entiende. Con su patriotismo. En la oposición entre cines, los mensajes de la Academia son inequívocos.

Frenar el vértigo
Escribo estas palabras a modo de respuesta contra la omisión y la inepcia que he encontrado en las diversas reseñas de la película. Me anima pensar, tal vez injustificadamente, que el consenso general pasó demasiado por alto a The Wolf of Wall Street; la redujeron a escenario sórdido donde deambula un puñado de salvajes. La lectura  pareciera agotarse en reaccionar ante drogas, orgías y la famosa escena de la parálisis.  Nadie, que yo sepa, se ha preguntado por qué el público se ríe tanto, ni por qué parece reírse con Belfort y no de él. ¿Qué quiere decir que el espectador pueda llegar a sentir empatía por el protagonista? ¿No es pertinente acaso, al interior de la crítica, un análisis de la recepción que el objeto de arte provoca? Aún más, me parece, en el caso de esta película, tan cercana a The King of Comedy, sobre todo en términos del debate que ambas plantean. Esta relación Wolf-King, por supuesto, ha sido también ignorada, y por un instante la paranoia, la desconfianza, son las únicas explicaciones probables para ello, como si la crítica fuese capaz de intuir el significado otro de lo visto y se apresurara a equivocar las huellas que harían posible el camino hacia esa verdad, eligiendo en cambio los usos comunes, la vacía elocuencia para desactivar cualquier interpretación incisiva más allá de la dosis acostumbrada.

Pero incluso a través de ese recurso gastado, en el corazón mismo del lenguaje publicitario, el virus que Scorsese ha redescubierto se manifiesta. Basta seguir preguntándose: exactamente, ¿qué hace tan polémica a The Wolf of Wall Street, por qué es tan difícil de atravesar?  No es su duración, ni los crímenes cometidos por Belfort lo que suscita ese rechazo tan particular de las sillas vacías antes de tiempo.  ¿Qué es? La dejamos picando, decía con una mirada pícara Luca Belladona.

Entre tanto, alguien tiene que hablar de Di Caprio, sí, más, más todavía. No lo vimos a Brando, ustedes, los que escriben en blogs titulados Cinefilia, Cinefobia, Cinemáticos, Cinenfermedad, tampoco vieron a De Niro antes de que se dedicara a comprobar cúan indestructible es todo lo que ya hizo, no importan las  escenas compartidas con Ben Stiller. Di Caprio retoma quizá el mejor atributo de ambos; el sentido de la apuesta alta. Será menos talentoso, menos magnético, pero siempre corrió riesgos, siempre quiso ir en contra del estereotipo banal que cierto sector de la crítica sigue (¿seguía?) dedicándole. En cada película estamos redescubriendo a Di Caprio, cada rol es una exageración más, casi un insulto a la fama de “joven prometedor” con la que carga aún ahora; ser una promesa exige mucho menos esfuerzo, se hace espacio para errores incomprensibles, veleidades de juventud. No es posible que apenas a los 30 años (mientras Bale hacía The Machinist y McConaughey filmaba Edtv) sea capaz de sostener dos horas y media él solo. En The Aviator, en The Wolf of Wall Street, después de su primera aparición en pantalla todo parece como dibujado. Los demás son siluetas, papel cartón, corrientes de aire, especialmente en The Aviator, que podría ser una gran obra de teatro con voces saliendo tras el telón y él sólo arriba del escenario. Hablando, mirándonos a los ojos. Temblando. Nada de este efecto tiene que ver con adelgazar prodigiosamente, ni con engordar ni con raparse. No hay aspavientos innecesarios en Di Caprio, no hay extravagancias. No tiene que ser el hombre del show (una exigencia que, salvo breves alardes de contención, le perteneció sobre todo a Pacino), pero sabe actuar como si lo fuera. Es, nada menos, aquel a quien se dirigen todas las miradas en un cuarto lleno de gente.

Los otros integrantes del elenco no lo acompañan a Di Caprio, entre otras razones porque no están ahí, salvo en el afiche promocional, la rueda de prensa o la alfombra roja, para eso. Margot Robbie no puede ser nombrada junto a Vera Farmiga, la Sharon Stone de Casino o  Lorraine Bracco y esa es la razón por la que fue elegida. The Wolf of Wall Street hace parte de aquello que condena, y el signo de esa contradicción está, por ejemplo, en Robbie o en Jean Dujardin. Elecciones que son movimientos de marketing. Pasos encaminados a recuperar la inversión. Quizá ese fracaso moral sea también uno de los síntomas diagnosticados por la película, que desde la primera escena se reconoce incapaz de cambiar aquello que está denunciando. Por eso no hay sermones ni manipulación sentimental. Por eso no vemos de la manera acostumbrada a las pobres, pobres víctimas, porque Scorsese se niega a decir como el espectador y el crítico, que tras años de Hollywood pueden adivinar casi cualquier desenlace, suponen que esta historia debe ser dicha. Se niega porque entiende que el bien y el mal a menudo no son discernibles, que la moraleja feliz tiende a eclipsar todas las tribulaciones enunciadas con anterioridad. Los finales son peligrosos. Acaso podamos explicarnos así la dificultad que tantos cineastas tienen con ello.

“The way of the future”
Digámoslo: le sobra casi una hora. Secuencias enteras de repetición incesante. ¿Por qué? El lenguaje del cine es el lenguaje de la omisión. Hay que preguntarse, ¿ocultan algo esas mujeres gimiendo, el sonido siniestro de cientos de inhalaciones? Bajo la crudeza y el horror, Scorsese construye en detalles mínimos (miradas, líneas que condensan temas enteros) un sentido ajeno a las lecturas obvias. Esos instantes:

-          Cerca del final de la película, Belfort, drogado, intenta llevarse a su hija de la mansión. Cuando el auto choca, Naomi y la empleada corren hacia él para liberar a la niña. Belfort parece aturdido, desorientado. Sólo unas palabras le están dirigidas (“What’s the matter with you?”) y son dichas por el personaje anónimo. En un primer plano del rostro de Belfort, éste se lleva la mano izquierda hacia la frente, y un hilo de sangre empieza a manar de ella. Vemos, a través del parabrisas astillado, cómo las tres mujeres se alejan hacia la casa sin mirar atrás.

-         -  En la casa de Naomi, segundos antes del primer desnudo frontal en la filmografía de Scorsese, Belfort recibe un mensaje de su esposa. La voz en off sugiere que ya es hora de volver, que aún está a tiempo. A esa voz nunca más volvemos a oírla.

-          -  La ya famosa escena del shaving. Cómo estalla la fiesta y todos se van, dejándola a la recepcionista calva con sus billetes. Sonríe. Solloza. La euforia y la histeria de haberse vendido.

-            - Cada discurso de Belfort. Cada uno. Su amistosa charla con el agente Denham. El “Me, a little guy?”

 Entre ellos media el desenfreno, la sed. Así funciona la narración; ráfagas de horror-revelaciones. Quien se indigne, quien se pregunte por qué, olvida que tampoco “necesitábamos” ver la escena de la prensa hidráulica o la ejecución de Nicky y su hermano en Casino. Ninguna historia debería estar pensada para ahorrarle padecimientos al espectador. Y la insistencia en mostrar tiene que ver, me parece, con que esas vidas, esos crímenes, ocurrieron. Toda una lección sobre lo que significan las palabras “Basado en una historia real”. Scorsese invierte la táctica hollywoodense, dedicada a presentar esas experiencias, (Philadelphia, Erin Brockovich, 12 years a slave, Ray, Milk…), como ejemplos de superación. Películas diseñadas para elogiar valores supuestos, para recordarnos que los buenos, tras superar sus vicios o limitaciones, siempre ganan, incluso en la muerte, y que los sueños se hacen realidad. La sobreexposición a estas fábulas esteriliza, anestesia. A la euforia y llanto posteriores se les suele llamar buen cine. Lo saben Jamie Foxx y, cómo no, Mr. Spielberg.

Scorsese no está interesado en el ascenso sino en la caída. Las historias biográficas suelen cerrar cuando el héroe va ganando; Ray aplaudido por los representantes del Estado de Georgia, Solomon Northup por fin junto a su familia, los miles marchando a la luz de las velas para gloria del inmortal Harvey Milk. Escenas que sintetizan todo. Su cine quebranta ese principio, sobre todo, en los finales. Basta ver The Aviator para recordarlo.  ¿A quién se le ocurriría terminar una película sobre cierto magnate, visionario cineasta, piloto e ingeniero aeronáutico, mostrándolo oculto en un baño, incapaz de articular más que una sola frase? Al mismo director que filmó Raging Bull. He aquí una decisión estética que se sostiene a lo largo de cuarenta años; la derrota, la decadencia, definen al hombre, y en el cine, como en la literatura, siempre se pierde. ¿Lo saben aquellos críticos (de prensa y blogs) que tratan a Scorsese como si hubiera empezado a dirigir en este siglo?

La lentitud en The Wolf of Wall Street, su particular necesidad de repetirse a sí misma, puede ser entendido como una continuidad de lo propuesto por Scorsese en sus películas “de adaptación” (Raging Bull, Goodfellas, Casino, The Aviator). En todas creemos ver otra manera de nombrar una vida. En todas, quizá, el tamaño del horror se mida por la insistencia, la inevitabilidad de esos pecados, tan grandes que privarnos de una sangre o un gramo sería una expiación inmerecida, tanto para los ojos que ven como para quien cuenta. Porque si alguna luz se proyecta en esta historia no es en modo alguno sobre los excesos ni sobre el poder.

En The King of Comedy, Rupert Pupkin el perseguidor está solo en su habitación y habla. Con elocuencia cuenta chistes, repite fórmulas televisivas, abraza y besa figuras de cartón. Oímos aplausos imposibles. La cámara se aleja de Rupert, que agradece a un público colgado en la pared. Las paredes blancas cerrándose, el pasillo como de pista de bolos, liso y resplandeciente. Lo vemos saludar. Hay aplausos. El público, el público. En dos escenas de The Wolf of Wall Street, la cámara se aleja de Belfort para enfocar a los rostros anónimos que lo rodean. Se percibe admiración, respeto. Al final de la película, justo antes de los créditos, tenemos un espejo frente a nosotros. Nos miramos mirar. Sobre la naturaleza de esa mirada se desarrollan las dos películas.


El público es quien dicta las condiciones sociales necesarias para que surjan los monstruos. La palabra fans, el concepto de celebridad, Wall Street. Entre nosotros, los cachorros, nos damos ánimo para alcanzar cosas. También queremos asolear nuestras pequitas y arruguitas frente al mar. A la gente bien pensante y temerosa de los actos ajenos no le gustó The Wolf of Wall Street porque se acerca demasiado al secreto del mal. No hay víctimas en la película, sencillamente no existen. Siempre sabemos qué puede suceder. La ley nos tienta con sus amenazas, con su orden quebrantable y paralelo. El mercado con sus dudosas ofertas, con sólo pronunciar la palabra dinero. Nunca hemos sido tan honestos con nosotros mismos como cuando quisimos ser ladrones, asesinos, hombres de la Mafia. Pero silencio, callá, vamos en coche a la muerte de la oficina, los horarios fijos, la rutina. Estamos contenidos. Por eso nos da risa ver a uno que arrebata lo que desea y le pega en el vientre a la esposa. La risa es el disfraz educado de nuestra perversión. Reímos ante lo que nos afecta, ante las verdades que saben alcanzarnos allá en los límites del pudor y las buenas costumbres. Quién va a tolerar, imagínese, a un viejo de 71 años que venga a decirnos algo así como “Estos cuerpos, esta sangre, también son de ustedes. Si algo sucede, si vivimos en tiempos indeseables, si todo lo pasado fue mejor, el cambio, las huellas en las armas, están a nuestro nombre. En formas secretas, invisibles, nuestra tenacidad hace posible que los rostros del pecado sean el reverso de la máscara que portamos. Ante el horror, hay que enjugarse las lágrimas, ponerse de pie y decir Seguro es por mi culpa.”


The Wolf of Wall Street, digo, no trata sobre la ambición, del mismo modo en que Raging Bull no es una película sobre el boxeo. Es una película sobre aquellos que la ven. Sobre nosotros. Cada uno. Y eso la hace insoportable. Hay que reírnos, esa es la clave para seguir viviendo como siempre. Para desarticular la culpa. Un programador del Bafici, crítico devenido empleado público, cerraba su reseña con “El lobo de Wall Street es un lobo feroz. Qué bueno que haya vuelto Scorsese.” Chau, felicidades.