"You guys
are great – but be prepared, because they're going to hate it in Hollywood...
because it's about them."
Martin Scorsese a Steven Bauer en la première de Scarface (1983)
No. No percibo auto-homenajes, ni
debilidad. Scorsese ha sido siempre, para mí, el ojo que ve, pero también
(sobre todo, sería mejor decir), el que
distrae. Tenemos, entonces, decenas de respetables críticos escandalizados
por las drogas, por la vela derramando gotas sobre la espalda conocida, por la
enumeración del hedonismo. Habría que analizar esa brecha, ¿no?, que viene
abriéndose desde el inicio de la carrera de Scorsese, entre ésta y el
reconocimiento de la Nada para Casino. Nada para The King of comedy. Nada para Bringing
out the dead. ¿Quién se acuerda, esta noche, de Joe Pesci?, ¿Quién
de Catherine Scorsese? Uno podría pensar a The
Departed como una concesión; su mano, muy blanca, muy pequeña, extendida
hacia el gran jurado. ¿No era ese el mensaje de Coppola, Lucas y Spielberg
entregándole el premio? Leyendas que no hacían (y salvo Munich, podría decirse que siguen sin hacer) una buena película en
décadas. Una estatuilla dorada como palmada amistosa; “Por fin has entendido,
italiano terco, de qué se trata este negocio.” Y él sube, con esas cejas
enormes. Sube y “Oh, i’m so moved.” Sube
y cuatro años después hace Shutter Island,
que prefirieron ignorar. Al año siguiente sale Hugo; vuelve a ser nominado, porque al parecer logró comprender la
progresión Jaws - E.T. Martin Scorsese distrae. Hace tiempo. The Wolf of Wall Street, ¿qué era? Un
alarde de voluntad. Una prueba de su inusual capacidad, no para cambiar, sino
para seguir siendo.
industria. A Tarantino, eligen, a Spielberg. A Tom Hanks,
con su boca abierta, su voz temblorosa de sureño que no entiende. Con su
patriotismo. En la oposición entre cines, los mensajes de la Academia son
inequívocos.
Frenar el vértigo
Escribo estas palabras a modo de
respuesta contra la omisión y la inepcia que he encontrado en las diversas
reseñas de la película. Me anima pensar, tal vez injustificadamente, que el
consenso general pasó demasiado por alto a The
Wolf of Wall Street; la redujeron a escenario sórdido donde deambula un
puñado de salvajes. La lectura pareciera
agotarse en reaccionar ante drogas, orgías y la famosa escena de la
parálisis. Nadie, que yo sepa, se ha
preguntado por qué el público se ríe tanto, ni por qué parece reírse con Belfort y no de él. ¿Qué quiere
decir que el espectador pueda llegar a sentir empatía por el protagonista? ¿No
es pertinente acaso, al interior de la crítica, un análisis de la recepción que
el objeto de arte provoca? Aún más, me parece, en el caso de esta película, tan
cercana a The King of Comedy, sobre
todo en términos del debate que ambas plantean. Esta relación Wolf-King, por
supuesto, ha sido también ignorada, y por un instante la paranoia, la
desconfianza, son las únicas explicaciones probables para ello, como si la
crítica fuese capaz de intuir el
significado otro de lo visto y se apresurara a equivocar las huellas que harían
posible el camino hacia esa verdad, eligiendo en cambio los usos comunes, la
vacía elocuencia para desactivar cualquier interpretación incisiva más allá de
la dosis acostumbrada.
Pero incluso a través de ese
recurso gastado, en el corazón mismo del lenguaje publicitario, el virus que
Scorsese ha redescubierto se manifiesta. Basta seguir preguntándose:
exactamente, ¿qué hace tan polémica a The
Wolf of Wall Street, por qué es tan difícil de atravesar? No es su duración, ni los crímenes cometidos
por Belfort lo que suscita ese rechazo tan particular de las sillas vacías
antes de tiempo. ¿Qué es? La dejamos
picando, decía con una mirada pícara Luca Belladona.
Entre tanto, alguien tiene que
hablar de Di Caprio, sí, más, más todavía. No lo vimos a Brando, ustedes, los
que escriben en blogs titulados Cinefilia, Cinefobia, Cinemáticos,
Cinenfermedad, tampoco vieron a De Niro antes de que se dedicara a comprobar
cúan indestructible es todo lo que ya hizo, no importan las escenas compartidas con Ben Stiller. Di
Caprio retoma quizá el mejor atributo de ambos; el sentido de la apuesta alta.
Será menos talentoso, menos magnético, pero siempre corrió riesgos, siempre quiso
ir en contra del estereotipo banal que cierto sector de la crítica sigue
(¿seguía?) dedicándole. En cada película estamos redescubriendo a Di Caprio,
cada rol es una exageración más, casi un insulto a la fama de “joven prometedor”
con la que carga aún ahora; ser una promesa exige mucho menos esfuerzo, se hace
espacio para errores incomprensibles, veleidades de juventud. No es posible que
apenas a los 30 años (mientras Bale hacía The
Machinist y McConaughey filmaba Edtv)
sea capaz de sostener dos horas y media él solo. En The Aviator, en The Wolf of
Wall Street, después de su primera aparición en pantalla todo parece como
dibujado. Los demás son siluetas, papel cartón, corrientes de aire, especialmente
en The Aviator, que podría ser una gran obra de teatro con voces saliendo tras
el telón y él sólo arriba del escenario. Hablando, mirándonos a los ojos.
Temblando. Nada de este efecto tiene que ver con adelgazar prodigiosamente, ni
con engordar ni con raparse. No hay aspavientos innecesarios en Di Caprio, no
hay extravagancias. No tiene que ser el hombre del show (una exigencia que,
salvo breves alardes de contención, le perteneció sobre todo a Pacino), pero
sabe actuar como si lo fuera. Es, nada menos, aquel a quien se dirigen todas
las miradas en un cuarto lleno de gente.
Los otros integrantes
del elenco no lo acompañan a Di Caprio, entre otras razones porque no están
ahí, salvo en el afiche promocional, la rueda de prensa o la alfombra roja,
para eso. Margot Robbie no puede ser nombrada junto a Vera Farmiga, la Sharon
Stone de Casino o Lorraine Bracco y esa es la razón por la que fue
elegida. The Wolf of Wall Street
hace parte de aquello que condena, y el signo de esa contradicción está, por
ejemplo, en Robbie o en Jean Dujardin. Elecciones que son movimientos de
marketing. Pasos encaminados a recuperar la inversión. Quizá ese fracaso moral
sea también uno de los síntomas diagnosticados por la película, que desde la
primera escena se reconoce incapaz de cambiar aquello que está denunciando. Por
eso no hay sermones ni manipulación sentimental. Por eso no vemos de la manera
acostumbrada a las pobres, pobres víctimas, porque Scorsese se niega a decir
como el espectador y el crítico, que tras años de Hollywood pueden adivinar
casi cualquier desenlace, suponen que esta
historia debe ser dicha. Se niega porque entiende que el bien y el mal a menudo
no son discernibles, que la moraleja feliz tiende a eclipsar todas las
tribulaciones enunciadas con anterioridad. Los finales son peligrosos. Acaso
podamos explicarnos así la dificultad que tantos cineastas tienen con ello.
“The way of the future”
Digámoslo: le
sobra casi una hora. Secuencias enteras de repetición incesante. ¿Por qué? El
lenguaje del cine es el lenguaje de la omisión. Hay que preguntarse, ¿ocultan
algo esas mujeres gimiendo, el sonido siniestro de cientos de inhalaciones?
Bajo la crudeza y el horror, Scorsese construye en detalles mínimos (miradas,
líneas que condensan temas enteros) un sentido ajeno a las lecturas obvias.
Esos instantes:
-
Cerca del final de la película, Belfort,
drogado, intenta llevarse a su hija de la mansión. Cuando el auto choca, Naomi
y la empleada corren hacia él para liberar a la niña. Belfort parece aturdido,
desorientado. Sólo unas palabras le están dirigidas (“What’s the matter with
you?”) y son dichas por el personaje anónimo. En un primer plano del rostro de
Belfort, éste se lleva la mano izquierda hacia la frente, y un hilo de sangre
empieza a manar de ella. Vemos, a través del parabrisas astillado, cómo las
tres mujeres se alejan hacia la casa sin mirar atrás.
- - En la casa de Naomi, segundos antes del primer
desnudo frontal en la filmografía de Scorsese, Belfort recibe un mensaje de su
esposa. La voz en off sugiere que ya es hora de volver, que aún está a tiempo. A esa voz nunca más volvemos a oírla.
- - La ya famosa escena del shaving. Cómo estalla la fiesta y todos se van, dejándola a la
recepcionista calva con sus billetes. Sonríe. Solloza. La euforia y la histeria
de haberse vendido.
- - Cada discurso de Belfort. Cada uno. Su amistosa
charla con el agente Denham. El “Me, a little guy?”
Entre ellos media el desenfreno, la sed. Así
funciona la narración; ráfagas de horror-revelaciones. Quien se indigne, quien
se pregunte por qué, olvida que tampoco “necesitábamos” ver la escena de la
prensa hidráulica o la ejecución de Nicky y su hermano en Casino. Ninguna historia debería estar pensada para ahorrarle
padecimientos al espectador. Y la insistencia en mostrar tiene que ver, me parece, con que esas vidas, esos
crímenes, sí ocurrieron. Toda una lección sobre lo que significan las palabras
“Basado en una historia real”. Scorsese invierte la táctica hollywoodense,
dedicada a presentar esas experiencias, (Philadelphia,
Erin Brockovich, 12 years a slave, Ray, Milk…), como ejemplos de superación. Películas
diseñadas para elogiar valores supuestos, para recordarnos que los buenos, tras
superar sus vicios o limitaciones, siempre ganan, incluso en la muerte, y que
los sueños se hacen realidad. La sobreexposición a estas fábulas esteriliza,
anestesia. A la euforia y llanto posteriores se les suele llamar buen cine. Lo
saben Jamie Foxx y, cómo no, Mr. Spielberg.
Scorsese no
está interesado en el ascenso sino en la caída. Las historias biográficas
suelen cerrar cuando el héroe va ganando; Ray aplaudido por los representantes
del Estado de Georgia, Solomon Northup por fin junto a su familia, los miles
marchando a la luz de las velas para gloria del inmortal Harvey Milk. Escenas
que sintetizan todo. Su cine quebranta ese principio, sobre todo, en los
finales. Basta ver The Aviator para
recordarlo. ¿A quién se le ocurriría
terminar una película sobre cierto magnate, visionario cineasta, piloto e
ingeniero aeronáutico, mostrándolo oculto en un baño, incapaz de articular más
que una sola frase? Al mismo director que filmó Raging Bull. He aquí una decisión estética que se sostiene a lo largo
de cuarenta años; la derrota, la decadencia, definen al hombre, y en el cine,
como en la literatura, siempre se pierde. ¿Lo saben aquellos críticos (de
prensa y blogs) que tratan a Scorsese como si hubiera empezado a dirigir en
este siglo?
La lentitud en The Wolf of Wall Street, su particular
necesidad de repetirse a sí misma, puede ser entendido como una continuidad de
lo propuesto por Scorsese en sus películas “de adaptación” (Raging Bull, Goodfellas, Casino, The Aviator). En todas creemos ver otra manera
de nombrar una vida. En todas, quizá, el tamaño del horror se mida por la
insistencia, la inevitabilidad de esos pecados, tan grandes que privarnos de
una sangre o un gramo sería una expiación inmerecida, tanto para los ojos que
ven como para quien cuenta. Porque si alguna luz se proyecta en esta historia
no es en modo alguno sobre los excesos ni sobre el poder.
En The King of Comedy, Rupert Pupkin el
perseguidor está solo en su habitación y habla. Con elocuencia cuenta chistes,
repite fórmulas televisivas, abraza y besa figuras de cartón. Oímos aplausos
imposibles. La cámara se aleja de Rupert, que agradece a un público colgado en
la pared. Las paredes blancas cerrándose, el pasillo como de pista de bolos,
liso y resplandeciente. Lo vemos saludar. Hay aplausos. El público, el público.
En dos escenas de The Wolf of Wall Street,
la cámara se aleja de Belfort para enfocar a los rostros anónimos que lo
rodean. Se percibe admiración, respeto. Al final de la película, justo antes de
los créditos, tenemos un espejo frente a nosotros. Nos miramos mirar. Sobre la
naturaleza de esa mirada se desarrollan las dos películas.
El público es
quien dicta las condiciones sociales necesarias para que surjan los monstruos.
La palabra fans, el concepto de
celebridad, Wall Street. Entre nosotros, los cachorros, nos damos ánimo para
alcanzar cosas. También queremos
asolear nuestras pequitas y arruguitas frente al mar. A la gente bien pensante
y temerosa de los actos ajenos no le gustó The
Wolf of Wall Street porque se acerca demasiado al secreto del mal. No hay
víctimas en la película, sencillamente no existen. Siempre sabemos qué puede
suceder. La ley nos tienta con sus amenazas, con su orden quebrantable y
paralelo. El mercado con sus dudosas ofertas, con sólo pronunciar la palabra
dinero. Nunca hemos sido tan honestos con nosotros mismos como cuando quisimos
ser ladrones, asesinos, hombres de la Mafia. Pero silencio, callá, vamos en
coche a la muerte de la oficina, los horarios fijos, la rutina. Estamos
contenidos. Por eso nos da risa ver a uno que arrebata lo que desea y le pega
en el vientre a la esposa. La risa es el disfraz educado de nuestra perversión.
Reímos ante lo que nos afecta, ante las verdades que saben alcanzarnos allá en
los límites del pudor y las buenas costumbres. Quién va a tolerar, imagínese, a
un viejo de 71 años que venga a decirnos algo así como “Estos cuerpos, esta
sangre, también son de ustedes. Si algo sucede, si vivimos en tiempos
indeseables, si todo lo pasado fue mejor, el cambio, las huellas en las armas,
están a nuestro nombre. En formas secretas, invisibles, nuestra tenacidad hace
posible que los rostros del pecado sean el reverso de la máscara que portamos.
Ante el horror, hay que enjugarse las lágrimas, ponerse de pie y decir Seguro
es por mi culpa.”
The Wolf of Wall Street, digo, no trata
sobre la ambición, del mismo modo en que Raging
Bull no es una película sobre el boxeo. Es una película sobre aquellos que
la ven. Sobre nosotros. Cada uno. Y eso la hace insoportable. Hay que reírnos,
esa es la clave para seguir viviendo como siempre. Para desarticular la culpa.
Un programador del Bafici, crítico devenido empleado público, cerraba su reseña
con “El lobo de Wall Street es un lobo feroz. Qué bueno que haya vuelto
Scorsese.” Chau, felicidades.